Aquélla, nuestra historia, fue una historia de amor y
desamor, de placeres envueltos en pequeñas torturas y de sueños convertidos en
pesadillas eternas.
Tú, confiado y experimentado, te sabías más fuerte que yo al
ver la laxitud de mis brazos. Y yo, descarada y tramposa, encontré la forma de
crecer a base a de ti: aprendí a nutrirme de la esencia de tus besos y me sacié
con el jugo de tu cuerpo.
De tus ojos saqué las instantáneas de los paisajes más
bellos que jamás visité y en tu olfato encontré la brisa azul del océano más
profundo que nunca existió. Con el tacto
de tus manos acaricié las costuras de mi alma y, en el sabor de tus amaneceres,
me deleité con la pasión convertida en fruta.
Pero fue el aliento exhalado por tus pulmones, de entre
todos ellos, mi favorito de tus secretos. Un jugo exprimido a base de suspiros
y susurros ahogados en la noche, de te quieros nunca debidamente pronunciados y
de orgasmos públicos al contacto de nuestras manos. De risas entrecortadas. De
miradas robadas. De una vida inacabada.
Pero fallamos al creernos perfectos e invencibles: tú, con
tu inventada fortaleza y yo, con mi trucada resistencia. Nos hicimos promesas
efímeras por plazos de una vida y, ni aún así, fuimos capaces de resistir. Todo
crujió. Todo cedió. Te agoté y me venciste. Al final ambos lo conseguimos. Tú
te quedaste con tu orgullo insano de ser más fuerte que yo. Y yo me quedé hinchada
de ti, de tus experiencias y de tus anhelos; pero fui incapaz de convertir
nuestra historia en algo que pudiera recomponerte del mismo modo que tú me
reconstituiste a mí.
Y morimos solos, sin poder tocarnos. Tu laxo esqueleto se me
escapaba por los recovecos de mis brazos y mi cuerpo era demasiado grande para
que pudieras abrazarme. Nos quedamos ahí, escuchándonos agonizar. No sé quién
se rompió primero, si fuiste tú o igual fui yo, sólo recuerdo despertarme
bañada en un salitre muerto. Tú no estabas y hacía frío. Me sentí diluir como
si fuera líquida. Sentí el miedo en el hueco de la que fue mi nuca.
Entonces huí.